Saqué
la vieja espada
que
colgaba en mi cinturón
y al
pasar por la entrada
de la
cueva del dragón
sentí algo en el pecho
que me paró el corazón.
Sentimiento de la muerte
muchas veces me venía,
pero nunca era tan fuerte
como el momento en que sabía
que apenas de mis esfuerzos
para salvar el amor mío
cambiar el hecho no podría
de que ella moriría.
De rodillas me quedaba
-¡Señor! ¡Soy yo! Y te ruego
que me ayudes en la lucha
contra este monstruo del fuego.
Quiero cumplir tu voluntad
y te alabaré luego.
Me puse de pie y al
sentir los escalofríos,
a las sombras fui corriendo
con la fuerza de Dios.
Gritos. Sangre. Muerte. Eran
compañeros de la oscuridad.
Y del silencio que siguió,
salió la voz de gravedad.
-¿Por
qué luchas conmigo?
A ti no
te he hecho nada.
No soy
yo el ladrón de
tu
corazón quebrantada.
-Estoy
buscando a mi mujer,
preciosa
como un hada.
Ella es
más hermosa
que
cualquier cosa creada.
El
dragón me habló de nuevo,
-Fíjate
en tu espada,
verás
que no es mi sangre
por la
cual está empapada.
Jamás
podré olvidar
como la
sangre brillaba
por el
sol al salir
corriendo
de su espalda.
Pero, lo
peor siempre será
lo
glacial de su mirada
y el
susurro del dragón
en una
voz muy bajada:
-La has
matado a ella,
tu
mujer embarazada.